martes, 30 de septiembre de 2008

Paul Zapico Newman


Paul Newman siempre me recordó al mi güelu. Especialmente en sus últimos papeles, como en Camino a la perdición, cuando ya era un venerable anciano aunque de mirada sólida y tenaz. En cambio mi güelu a su edad ya había perdido la mirada, ensimismado en el laberinto en que te sumerge el alzheimer: la terrible incapacidad de transmitir nada a quienes te rodean, salvo ese inmenso vacío en el que vives y que tan nítidamente delataban sus ojos.

La cara afilada de Newman es lo que más me recuerda a Zapico. Yo creo que él tenía rostro de actor de Hollywood, a pesar de que nunca la percibí en aquellas fotos antiguas en blanco y negro de cuando era joven, aunque bien me temo que nadie salía bien retratado por entonces. Quizá hubiera sido un gran artista si no fuera porque nació entre la más absoluta pobreza y ni siquiera tuvo la oportunidad de educarse.
Luchó en los dos bandos de la guerra, muy posiblemente sin saber qué defendía, si bien fue un hombre de izquierdas pero porque no le quedaba más remedio: si Franco era el demonio, el socialismo debía ser el cielo. No eran razones políticas: era el hambre, los recuerdos de la guerra, la falta de derechos y un odio visceral a lo que el caudillo instauró.
De los pocos recuerdos que tengo de él antes de que su enfermedad le aislara del mundo, es que fue un solitario. Dedicaba su tiempo montar en bicicleta e ir a pescar en una scooter, aunque creo que nunca llevó a nadie con él. Por eso no sé pescar ni montar en moto, aunque sí nos dejó el legado de la bicicleta. Todos sus nietos tuvieron una, del primero al último. Era muy bueno dando pedales y bien sé que hubiera podido correr profesionalmente de haber nacido en otra época mejor remunerada.
En su casa creo que no mandó mucho, sumergido en el matriarcado instaurado por mi güela y tan tradicional en Asturias. Pero supo sentarse en el mejor sitio del sofá o de la mesa de la cocina. Siempre le recuerdo cenando pollo o güevos y cuidando los paxarinos que tenía en aquel cuarto donde guardaba las bicis y las cañas y que olía a pescado.
Yo aún uso una de sus camisas, rescatadas porque la necesitaba para una obra de teatro en la que hice de soldado. Y él tenía una del ejército, de la mili del mí tíu, y que solía llevar a pescar.

Paul Newman se murió hace un par de días y me hizo acordarme de Zapico. Y como no tengo fotos suyas, pongo las del que me recuerda a él.
Creo que a Zapico nunca le llamé güelu o güelito porque todos le llamábamos Zapico. Un apellido del que nadie ha podido huir.

In memoriam de Paul Newman y Eduardo Zapico.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Los grandes hombres nunca mueren, pues como sucede siempre el espíritu de los muertos perdura en la memoria de los vivos.