Es actor pero no sé cómo se llama. Es gijonés y, para más señas, fue al colegio con Jana. En realidad, todo esto no tiene trascendencia porque sólo quiero que este chaval me sirva como ejemplo. Este jovenzuelo, prototipo de actor “Al salir de clase”, es un habitual de La Cofradía, el bar donde acudimos a ver los partidos del Sporting. Le he visto allí prácticamente en todos los encuentros a los que he ido. Siempre pegado a la puerta, mirando el televisor y apoyado en la barra del bar con un nutrido grupo de habituales. No sé si sufre o no, si disfruta o todo lo contrario, pero lo que sí sé es que es fiel a las citas rojiblancas.
El domingo pasado llegó tarde, seguramente porque vendría de algún ensayo. Vestía ropa informal, creo incluso recordar que llevaba chándal y cubría su torso con una sudadera de color oscuro; verde o marrón probablemente.
Como es sabido, el domingo el Sporting perdió dramáticamente, quedando sus opciones de supervivencia en la máxima categoría del fútbol español en una consecución de milagros de difícil creencia aunque haya quien se siga engañando.
Las caras y ánimos al final del partido eran, lógicamente, más tristes que una canción de Enrique Urquijo. No había ganas de nada. Así que, uno a uno, fuimos pagando y enfilamos la salida como penitentes desde nuestro lugar habitual, el fondo del bar.
Tras recorrer la barra por el estrecho paso que queda con la pared, sorteando al resto de clientes, me fijé en él. En nuestro protagonista. Estaba empezando a agarrarse la parte baja de su sudadera y mientras levantaba los brazos para sacársela pude ver la camiseta que llevaba debajo. Era del Barça.
Venía, claro, dispuesto a celebrar el alirón blaugrana con la emoción propia de quien va a disfrutar de una fiesta segura justo a continuación del funeral sportinguista.
Aquella imagen me dolió como una puñalada en el corazón. Estuve tentado a decirle algún reproche pero no tenía ni ganas de hablar, por no contar con un posible enfrentamiento que seguro no me beneficiaría e incrementaría exponencialmente mis probabilidades de recibir hosties como panes.
Hoy, con calma, reflexiono sobre ello. Sobre las posibilidades de tener dos equipos o tres o catorce. Quizá yo sea un empecinado: en realidad no debe haber nada malo en ello. Todo es posible. Y tampoco debe tener nada de malo alegrarse y disfrutar después de una derrota. No nos va la vida en ello y además, tampoco tenemos la culpa. Nosotros no corremos detrás del balón. Somos espectadores y punto. Pasivos seguidores en busca de hazañas que transformen nuestra mundana existencia.
Me alegro por los que en la vida lo tienen tan fácil como quitarse la sudadera. Por levantarse las capas de los sentimientos como si fueran una cebolla. Por ponerse y quitarse los colores según convenga. Es una formidable manera de vivir buscando la felicidad. Fácil, rápida y efectiva.
Para mi desgracia, hay cosas con las voy al desnudo. O eso intento.